domingo, 24 de octubre de 2010

El acoso del razonamiento

Me había propuesto echar mano de escritos ajenos sólo en casos muy puntuales y para los que el escrito en cuestión supusiese una interesante aportación a la idea que uno desease transmitir. Doce entradas después, desde el pasado 12 de junio, no había recurrido a esta posibilidad que, ahora, vuelvo a utilizar. No es que uno desprecie tal posibilidad, bien al contrario, siempre existirá un escrito, sobre el tema que uno trate en cada momento, confeccionado por personas intelectualmente mucho más preparadas que uno mismo, de eso no tengo duda alguna. Pero, ya que me permito ir dando forma a este blog desde una perspectiva personal, ello me obliga moralmente a no abusar del uso de textos ajenos.
El artículo que os he dejado transcrito, de Javier Marías, aparece publicado hoy en El País Semanal. El tomarlo como referencia, se debe a una pequeña experiencia personal que gira en torno a esas intervenciones que solemos tener en ámbitos reducidos, en algunos casos, ámbitos lúdico festivos, en los que hemos de posicionarnos frente a asuntos de índole socio-político, que salen al paso, y que, como consecuencia de un cúmulo de experiencias con desenlaces no muy agradables, te hacen contener tus opiniones por tal de no pasar por aguafiestas, sin embargo, paradójicamente, tus interlocutores, no dudan en verter barbaridades agrias y envenenadas. En este caso, de la experiencia personal de la que os hablaba, uno optó por hacer mutis, actitud que, a posteriori, mientras daba vueltas en mi cabeza, se ha topado con el artículo de Javier Marías anunciado, y que, sin demora, os transcribo:
El acoso del razonamiento
Hasta hace no mucho tiempo, existía una tradición inviolable, y lo que quiero decir con este exagerado adjetivo es que por supuesto podía violarse, pero quien lo hacía quedaba inmediatamente expuesto al descrédito y privado de razón. Esa tradición atañía a la discusión, ya se diera en el ámbito privado, ya en el público. Si alguien afirmaba algo en el transcurso de una cena o de una tertulia, y un interlocutor se lo rebatía con argumentos, el primero estaba obligado a refutar a su vez y a aportar nuevas razones que sustentaran lo que había afirmado y desbarataran las esgrimidas por el segundo. Si no encontraba esos nuevos argumentos, o éstos carecían de peso y no resultaban convincentes –no ya para el adversario, sino para los presentes, que en cierto modo ejercían de árbitros, aunque sólo fuera con murmullos de aprobación o desaprobación–, sus aseveraciones iniciales debían ser retiradas o matizadas, o quedaban lo bastante desautorizadas para diluirse: en todo caso no prevalecían. Le suponía aún mayor desdoro irse por las ramas y evitar la confrontación, lo que hoy se llama –con expresión pedestre– “echar balones fuera”: cambiar de tema e intentar desviar la atención del aprieto en que se hubiera metido. Y la peor de todas las reacciones, la que más lo desprestigiaba y jamás se consentía, era no contestar nada, callar, fingir que lo aducido por su contrincante no había existido ni por tanto necesitaba réplica. Dentro de esa tradición se inscribía el viejo dicho “El que calla, otorga”, esto es, el que mira hacia otro lado y se pone a silbar, el que se hace el distraído y no se da por aludido tras una interpelación directa, está concediendo la razón al otro, está reconociendo su arbitrariedad o su equivocación. Y eso vinculaba, quiero decir que ese individuo ya no podía volver a la carga y seguir afirmando lo que había sido incapaz de demostrar o defender; quedaba desarbolado, y, cada vez que insistiera en sus opiniones carentes de base y de sostén, se le recordaría la argumentación que no pudo combatir.
Esta vieja tradición dialéctica, fundamental para la convivencia, ha saltado por los aires. Los políticos actuales no habrían sobrevivido a un solo rifirrafe de estas características hace veinte años, no digamos hace cincuenta. A ninguno se le habría tolerado –o no sin un monumental descrédito para él– hacer caso omiso de las preguntas de los periodistas, de las opiniones fundadas de los columnistas, de las argumentaciones de sus adversarios. No habría sido de recibo que contestaran “Eso hoy no toca”, o “Qué buen tiempo hace”, o “Lo único que importa es que somos lo mejor para España” ante una pregunta directa o en medio de una discusión. Se los habría llamado de inmediato al orden: “Oiga, no me ha respondido”, o “No ha refutado lo que le he dicho”; y si se hubieran empeñado en seguir rehuyendo la cuestión, nadie les hubiera aceptado que volvieran a hablar, al menos no de esa cuestión. Esta actitud de los políticos no sólo se consiente y no les trae consecuencias, sino que además ha contagiado al resto de la sociedad. Lo habitual es hoy que, si alguien aduce o argumenta algo con suficiente convicción y el interpelado no sabe oponer resistencia, éste finja no haber oído, o es más, finja que nadie ha oído, que las palabras que lo incomodan no han sido pronunciadas o escritas, no han existido. A veces, como mucho, las despacha con ese comodín ridículo de “Esa es su opinión”, como si las opiniones ajenas no nos afectaran y no debieran ser refutadas o contrarrestadas por la propia, eso sí, con argumentos. Hoy es posible asistir a este diálogo: “El sol sale por oriente”. “Ah, esa es su opinión”.
Lo más grave de esta actitud generalizada, y admitida por los espectadores o árbitros, es que pronto, muy pronto, los que se molestan en razonar desistirán de ello, en vista de su inutilidad. Y eso es lo que en el fondo anhelan los políticos y cuantos no soportan disensión ni discrepancia alguna. Hace unos meses leí que ya se había producido un abandono: Félix de Azúa, uno de los mejores argumentadores de nuestro país, anunció que dejaba sus colaboraciones en El Periódico de Catalunya ante la imposibilidad no ya de convencer a nadie de nada, sino ante la evidencia de que sus columnas eran leídas como quien lee llover (no pude ver ese texto suyo, pero sí algunos comentarios sobre él). ¿Cuánto van a durar deslomándose, dándose con la cabeza contra una pared o contra el vacío, los que aún aspiran a tener razón –y, por tanto, a que se les dé– y se preocupan de demostrar que la tienen mientras otro no se la quite con las mismas armas dialécticas de buena ley? ¿Cuánto más durarán sin hartarse los Savater, Ferlosio, Ramoneda, Juliá o Gómez Pin, por mencionar a unos pocos articulistas de este diario, si lo único que obtienen son ladridos en el mejor de los casos y oídos sordos en el peor? ¿Si los gobernantes o los contrincantes no se dan por aludidos aunque hayan sido señalados con el dedo, y no van a sentirse obligados a responder ni a rectificar, y la ciudadanía en pleno se lo consiente? A este paso llegará un día en el que las cabezas pensantes habrán sido anuladas por el agotamiento, el hastío, el desaliento que esta situación produce. Y entonces estaremos aún más desahuciados: aunque ahora no haya respuestas ni reacción, y sólo “balones fuera”, los argumentos todavía existen, y los lectores-árbitros disponemos de ellos. Lo malo de veras será cuando a nadie le compense el esfuerzo, y nadie lleve la contraria a los vacuos que –ellos sí, impertérritos– seguirán hablando, e imponiendo.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 24 de octubre de 2010

El acoso del razonamiento · ELPAÍS.com

jueves, 21 de octubre de 2010

Dos caras de una misma moneda

De las variadas reacciones que la remodelación del Gobierno de España ha generado, entre la clase política, la ciudadanía y, por supuesto, la caverna mediática de la derecha, a cuyos envenenados comentarios y reflexiones nos tienen acostumbrados, entresaco, por la contumaz insistencia con que me ha llegado, el alto grado de misoginia que he percibido. No es de extrañar si consideramos que el machismo, imperante en nuestra sociedad, y la misoginia constituyen las dos caras de una misma moneda.
En demasiadas ocasiones me he manifestado en el sentido de quitar hierro a las declaraciones de ciudadanos de a pie, frente a parecidas declaraciones hechas por representantes políticos. Parece obvio que ese gradiente haya de existir, que exijamos un mayor grado de raciocinio y discreción a quienes nos representan que al resto de nuestros conciudadanos que no ocupan esa relevante significación social. En todo caso, unos y otros, tenemos un mismo origen, por tanto, ni unos ni otros hemos de ser disculpados. Como sociedad, la española, está en retroceso en la evolución colectiva de la erradicación de lacras como las que nos ocupan: un importante porcentaje de jóvenes sigue pensando que el modelo ideal de familia es aquél en el que la mujer trabaje menos horas, o no trabaje, para hacerse cargo de la casa y de los hijos, según un estudio del Instituto de la Juventud, habiéndose pasado de un 18% en 2002 a un 20% en 2008.
Pero, volviendo al origen de esta reflexión, y sin que se confunda la misma con un desaforado apasionamiento político de mi parte, conviene recordar, aunque de sobra sé que les importa un pepino, a esos bocazas descerebrados, que gracias a varias de las ministras actuales, las más odiadas y vituperadas, el actual Presidente del Gobierno llegó a la Secretaría General del PSOE y, posteriormente, a formar gobierno por dos legislaturas.

Santos López Giménez

sábado, 9 de octubre de 2010

De bulos y otras miserias

De unos días para acá, los medios se han hecho eco de una sentencia judicial, según la cual, el Equipo de Gobierno del Ayuntamiento de Cehegín está obligado a informar a la Oposición Política sobre diversos asuntos económicos relacionados con las Fiestas de septiembre. En realidad, esta sentencia lo es de un contencioso administrativo que la Oposición puso en 2006, referido a gastos de 2003, 2004, 2005 y 2006, y entre los enunciados que acompañan a la misma, entresaco uno que, tal vez, pueda resumir el espíritu que la inspira: “La actitud retardataria y obstruccionista de la Junta de Gobierno no solo supone una violación de la legislación ordinaria sino de la constitucional”. Pues bien, aún así, con sentencia sobre la mesa, con comentarios del juez que no dejan lugar a la duda, desde el Equipo de Gobierno, se ha desatado una furibunda campaña contra el grupo municipal socialista, que ejerce la Oposición Municipal, que produce sonrojo a cualquier ciudadano que tenga a bien poner un mínimo de atención sobre las lindezas que conforman la mencionada campaña. Entre otras, han recurrido al manido, abusivo y falaz argumento de decir que eso no es sino una forma de atacar a la institución municipal; este argumento es el mismo al que nos tienen acostumbrados todos aquellos que se creen en posesión de un poder omnímodo, siendo incapaces, porque jamás lo entendieron, de percibir que el ejercicio del poder político, en un país democrático, ha de dejar un amplísimo margen a la intervención de cuantos agentes sociales, incluidos los propios ciudadanos, a título individual, entren en acción.
Más allá de esta obviedad, aunque, desgraciadamente, tengamos que seguir recordándola una y mil veces para que nuestro débil sistema democrático, en permanente amenaza, mantenga unos mínimos parámetros que no asfixien nuestra capacidad moral para seguir hacia delante, voy a detenerme en una muy concreta declaración, que durante estos últimos días, de efervescencia del asunto, le escuché a uno de los portavoces del equipo de gobierno, en concreto al concejal de festejos, que salió a la palestra. Haciendo juegos malabares de palabras, a que nos tienen acostumbrados, recordó, o mejor, él lo afirmó, uno de esos bulos que normalmente pasan por ser leyendas urbanas no demostradas, pero que sin empacho alguno sueltan por su boca sabedores de que la repercusión negativa, hacia ellos, será mínima, frente a un enorme daño contra la víctima de sus insidiosas palabras, pero, insisto, sin prueba alguna que certifique tal declaración. Yendo al grano, se trata de un bulo que, mientras como ciudadano no se me demuestre lo contrario, estuvo vigente, de boca en boca entre la ciudadanía ceheginera, durante los meses que antecedieron y precedieron al cambio de gobierno municipal en 2003. El bulo en cuestión decía algo así como que el grupo municipal socialista, gobernante hasta aquellas fechas, antes de llevar a cabo el traspaso de poderes, quemó una ingente cantidad de documentos que se iban sacando en camionetas del Ayuntamiento. Llegados a este punto, en mi condición de ciudadano, públicamente emplazo a todo aquel que tenga a bien seguir reiterando ese bulo a que lleve las pruebas ante un juzgado de guardia. Lo malo de esto, lo que empobrece hasta límites insospechados nuestro sistema democrático, no es que lo emita un ciudadano de a pie en una barra de bar, lo malo es que un destacado dirigente y servidor público del PP de Cehegín, sin esas pruebas, vuelva a referirse a esa no demostrada circunstancia. No entraré en la crítica hacia el grupo municipal socialista de no saltar como resortes ante esa infamia, por no hacer el juego a esa denigrante máxima social de que ante una acusación, tipo bulo, sea el señalado el que tenga que demostrar su inocencia. Sin embargo, sí creo que esta vuelta de tuerca, a aquella letanía, debería poner en marcha algún otro mecanismo para depurar responsabilidades frente a, mientras no se demuestre lo contrario, tan miserable mentira.

Santos López Giménez