jueves, 11 de junio de 2020

Juicio por un asesinato anunciado en El Salvador

Audio en Onda Cero Noroeste, 11 junio 2020


Cuenta la leyenda que, en abril del 1984, Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino, jesuitas y eminentes prohombres de la Teología de la Liberación, se refugiaban de una enorme balacera, en plena guerra civil salvadoreña,  consecuencia de la intervención del ejército de El Salvador. En un momento en el que la intensidad del tiroteo se hacía insoportable, Ellacuría preguntó a su compañero mejor situado cómo estaba la cosa, a lo que le respondió Sobrino, que escuchaba un transistor: "Hay esperanza. Acaba de marcar Noriega". Con ese resultado, el Athletic estaba a un partido de ser campeón. Leyenda o anécdota, lo cierto es que, quienes le conocieron, coinciden en que ni la proximidad de la muerte inmutaba su vitalidad.

Se le acusó de ser agente de la conspiración marxista al servicio del Kremlin, de dirigir la estrategia marxista-leninista en Centroamérica, de haber dirigido la guerrilla por mucho tiempo: son algunas de las difamaciones que militares de alto rango y políticos de la ultraderecha salvadoreña emitían meses y días antes de que Ignacio Ellacuría (jesuita y rector de la Universidad Centroamericana, UCA), junto a cinco jesuitas más, compañeros de la UCA, así como Julia Elba, la cocinera, y su hija de 15 años, Celina, fuesen asesinados en el campus de dicha Universidad, el 16 de noviembre de 1989. En su día, quedé consternado ante la noticia, la rabia se apoderó de mí: de nuevo, luchar pacíficamente por los más débiles, llevaba consigo el asesinato de quién así obrase; desde un primer momento se intuía que todo había sido programado por el Gobierno y el Ejército salvadoreños, siendo soldados de dicho ejército quienes consumaron el crimen. Tomaba cuerpo, una vez más, la farsa de los adláteres de la sinrazón: difaman y difaman hasta ser engullidos por el fango generado por sus propias mentiras, convirtiéndolos en monstruos aniquiladores de toda forma de inteligencia humana. Asesinaban a la persona que encarnaba el proceso de paz que estaba en marcha, impulsor del diálogo entre el partido de extrema derecha Arena, gobernante, y la guerrilla del Frente Faranbudo Martí para la Liberación Nacional.

Cuando, en 2004, leí la obra, publicada en 1995: “Una muerte anunciada en El Salvador. El asesinato de los jesuitas”, de Pedro Armada y Martha Doggett, su lectura, no hizo sino corroborarme aquel secreto a voces.

Desde aquella masacre, han transcurrido más de 30 años, y ahora, en España, La Audiencia Nacional juzga desde el pasado lunes, 8 de junio, al excoronel y exviceministro de Defensa salvadoreño Inocente Montano por su presunta participación en “la decisión, diseño o ejecución” del asesinato de cinco jesuitas españoles en 1989 en El Salvador, hechos por los que se enfrenta a 150 años de cárcel. Junto a él se sienta en el banquillo, el otro acusado, René Yushsy Mendoza, teniente del ejército, que, según la Fiscalía, “ha colaborado muy activamente” con la justicia española, por lo que se le pide un año de prisión menor e inhabilitación absoluta pues se considera que concurrieron los atenuantes y eximentes como el miedo insuperable y la obediencia debida. Sin embargo, de las noticias de agencia que he leído, ninguna referencia a la infame intervención de la CIA, de los Estados Unidos, país cuya omnipresencia, unas veces por activa, otras por pasiva, ha generado ingentes cantidades de  dolor y muerte durante décadas en Latinoamérica.

Por ello, cuando releo, en la mencionada obra de Pedro Armada y Martha Doggett, el prólogo de Jon Sobrino, que se libró de ser asesinado por estar en Tailandia pronunciando una conferencia, me quedo con una frase que llevo fijada en el alma: “Decir verdad” en medio de y en contra de un mundo de mentira que oprime la verdad produce una inmensa esperanza, la esperanza de que la verdad es posible.

Santos López Giménez